jueves, 13 de octubre de 2011

"MIS BISABUELOS"



Lo que voy a contarles, quizá parece un cuento, pero en realidad son retazos de mi historia.
En largas tardes de verano, mi abuela Antonia y yo, solíamos sentarnos en aquel banco, debajo del árbol; vereda de ladrillos, el aire perfumado de acacias, en su casa, en Luján. Solía contarme, la historia de sus padres. Corrían los años 1885 en Andalucía, España...
Una familia Andaluza descendiente de moros, bastante adinerados, decidieron internar a una de sus hijas en un convento, por cierto en esa época los padres eran muy rigurosos, casi malvados.
Era ésta, de las hermanas la más bella, una niña de ojos verdes y grandes como faroles, con la sangre Andaluza y gitana. Imagino sería un torrente de fuego, difícil de apagar. Blanca como la luna, pegada a esa reja, como el ruiseñor encerrado, ahoga su canto, en un llanto que no podía calmar.
Cada vez más lejos, el carruaje de sus padres, se perdió en el camino. En la puerta principal del convento, la esperaba la monja consejera. La guió hasta el cuarto, “Aquí pondrás tus cosas”, le dijo. “Esta será tu cama, luego te daré las actividades que tendrás que compartir con las demás. A las siete de la mañana, entran a clases, te daré el uniforme, ¡Aquí no usan tantos encajes!” ... y se fue por el pasillo, oscuro y húmedo.
Un crucifijo con  Jesús ocupaba una pared del cuarto, lo miró y pidió perdón. “Señor, ¿Por qué este dolor? Si te amo ¿Por qué mi alma quiere ser libre como los pájaros, cantar coplas con mi guitarra?.
Así empezaron a pasar los días, las monjas rigurosas. Tenía que cocinar, lavar, horas revolviendo las ollas de los dulces, fregar pisos con cepillo y jabón. Tenía que alcanzar la obediencia, la humildad, para ganar su lugar.
En la siesta se escapaba con otra niña, a correr por el parque lleno de flores, menuda penitencia cuando las veían.
Los domingos por la mañana, daba la misa un cura, que venía de la catedral. Las confesaba y les daba la comunión; era lo único que las conectaba con el mundo exterior.
¡Vaya vida que le había tocado!.
Siempre recordaría aquel día de visitas. Su madre y su padre, llegaron temprano, con una cara que le clavaba espinas. “Diga padre qué es lo qué pasa”. Y sonó como un látigo aquella orden, “Hemos decidido que tienes que ser monja”.
Lloraron sus ojos verdes, pero ya sin consuelo, se entregó a su destino. Pasaron días y meses, apacibles, casi bíblicos.
Ya casi resignada, le entregaría todo su amor a Díos.
Todo el convento se preparaba para la celebración, tomarían los hábitos. Solo faltaba un mes, ya eran novicias, pero ese día sería definitivo. La monja consejera las reunió a todas en la sala de labores, era uno de los lugares preferidos, entre bastidores e hilos de colores, le gustaba bordar.
“Las reuní aquí porque, la semana entrante después de la misa, cuando hayan comulgado, les cortarán los cabellos al ras. Quiero que se entreguen a Díos, limpias y puras de pensamiento y alma, obedientes y humildes”. Todas contestaron “Sí hermana”. Ella la miró. “Yo me entrego a Díos, si en estos años he practicado con fervor la fe, la obediencia, pero hay algo dentro de mí, que se doblega, que quiere correr por los bosques, cantar coplas, nadar desnuda en el mar y besar... ¡nunca me dieron beso!”.
“¡Por favor niña!. La monja roja de ira la mandó a rezar como cien mil Padre Nuestros, mientras fregaba el piso de la capilla con cepillo y jabón.
Buen gordo castigo tuvo por decir esas cosas, que le salieron del alma.
Las rodillas estaban ampolladas y sus manos eran rojas e hinchadas de apretar el cepillo.
Los ojos verdes hinchados de tanto llorar; un par de botas negras caminaban hacia ella, sonaban como estruendo aquellos pasos, en la capilla desierta.
Levantó su mirada y se encontró con el cura, que la miraba con ternura. “Que te pasa niña, ¿Por qué la penitencia?, falta poco ya tomarás los hábitos.”
“¿ Y por qué está usted aquí si no es domingo?”.
Le extendió la mano y tomó la mano pequeña lastimada. Él las miró como al pasar, pero su rostro tenía un gesto de ira.
Ella lo miró a los ojos y se dio cuenta que eran color café marrones.
“Vine a confesarlas, la decisión que toman tiene que ser completa”.
Las monjas le levantaron el castigo, la mandaron al confesionario con las demás. Estaba indecisa, temerosa, cuando se arrodilló para confesarse, escuchó la voz del cura, grave, profunda, pero le sabía a miel y no olvidaba los ojos marrones. “¡Díos, esto si que es pecado! Dijo.
“Dime niña... ¿Cuál fue tu pecado para tamaña penitencia?”. Después de un silencio, tuvo que contestar la verdad, no había otra. Roja como un tomate le confesó: “Le he dicho a la hermana consejera que una parte de mí, no está preparada, tiene sueños, nunca besé a nadie y quisiera acunar hijos, cantarles coplas gitanas, que tengo mi sangre Andaluza que me golpea las sienes”, y rompió en llanto. El cura abrió la puertilla del confesionario. “No llores niña ¡Por Díos!, que no es malo lo que deseas, en todos lados se sirve a Díos”. Y lo miró a los ojos y sintió como la acariciaron esos ojos marrones, su mano tomó las de ella y las apretó fuerte.
¡Díos! Ella temblaba y él también. Pensó que era un sueño del cual despertaría. Sino penitencia gorda la esperaba.
Esa noche parecía haber enmudecido, en el comedor las niñas la miraban, sin entender. Frente al plato de comida no pudo probar bocado, estaba pálida.
Cuando fue al cuarto, buscó el espejo, lo tenía escondido, pues estaba prohibido tener cosas mundanas. Se soltó el cabello, caía sobre sus hombros, castaño lleno de rulos. Tuvo miedo, ese sentimiento no debía clavarse en su alma. No se lavó las manos y las puso en su rostro, pensando en él “¡Díos!”, dijo, se arrodilló y rezó hasta la mañana. “Señor... ¡Qué es un cura!... y me matarán por esto”.
Si sus días eran tristes antes, pues ahora eran tortura. Se impuso penitencias, ayunos, rosarios tras rosarios; pidiendo perdón,  tal vez le hubiera parecido, estaría confundida. Pasaron los días, les cortaron el cabello a todas, menos a ella, como no entendiendo, le preguntó a la consejera. “No sé si tu serás monja, por lo menos por ahora”, le contestó.
“¿Por qué no viene el señor cura?”, le preguntó, “Ya son dos domingos, y no es que no me guste el cuera éste, es extraño no verle”. Esperaba ese domingo, como nadie, vinieron sus padres a saludarla; después de tomar los hábitos tendrían un retiro espiritual y no podrían verla por mucho tiempo.
Los miró, pero no pudo articular palabra. Su padre le preguntó por qué estaba tan ausente, no le pudo contestar; no hubiesen entendido. Su madre la besó en la frente y se marcharon. Creo que fue la última imagen que tuvo de ellos a través  de los años.
Todo el convento era un alboroto, faltaba tan solo una semana y serían monjas de verdad.
Ese domingo se levantó temprano, antes que los demás, y corrió al jardín, se quitó los zapatos para pisar hierba húmeda; lloraba sin consuelo, pedía perdón, era una mezcla de culpa y amor desenfrenado. Sintió unas manos, tomándola de los hombros, giró como si un rayo la hubiese fulminado. “¡Padre!”, grito, “Me he asustado”... Cuando vio que esos ojos marrones también lloraban. “Niña no te asustes, tengo que confesarte algo, antes que sea tarde. Yo te doblo en edad y eso me atormenta, porque ni eso ha impedido que me enamore de ti; de esos ojos verdes que me han mirado, llorando siempre; de tu pelo que no quiero que hoy te corten, porque para mí es sagrado. Me enamoré de tu sonrisa al despedirme los domingos. ¡Y me siento un miserable!... pero no puedo callar este sufrimiento que me rompe el corazón y no me deja dormir”.
Y ella lo abrazó, lo abrazó fuerte y con una pasión que no sé si sería pecado, se besaron una y otra vez. Ella cabía entre sus brazos, frágil y pequeña. “ Te sacaré de aquí, si es que tu quieres, sabes que en esto nos va la vida mi pequeña...” le dijo.
“¡Te amo más que a mi vida!”, le dijo ella. “Te seguiré a donde tu vayas”.
“El camino será riesgoso, ¿Tu sabes cual sería el castigo verdad?
Ella le cerró la boca con un besó. “Tendré que conseguir tus documentos falsificados, no olvides que tu tienes 18 años y yo 32”.
“¡Dios tengo miedo!”, dijo ella de rodillas. “¿Podrás perdonarme?”.
Pasaron cuatro días y el cura vino a dar la misa, era su última misa en el convento. Ella no comulgó, lo miraba impaciente, culpable quizá. Cuando se retiraba de la capilla, le entregó un libro: “Lo que me pediste”, dijo, ella temblada;  se sentía la peor o la más feliz, es imposible saber.
Dentro del libro estaba la carta, esa letra firme y hermosa de hombre pleno. Hasta eso amaba de él.
“Si no estás arrepentida te esperaré a las nueve de la noche, detrás de la capilla. Tendré dos caballos, pues haremos un día a caballo por lugares no transitados. Te adora, quien es capaz de las más grandes de las locuras por tu amor...”.
Normalmente  se acostaban a las ocho, a las ocho y media se apagaban las últimas velas, alguna que otra quedaría encendida. Su equipaje era pequeño, pues a caballo poco podía llevar.
Cuando todo era silencio, recorrió el pasillo oscuro, abrazada a sus zapatos y un pequeño bultillo con algunas de sus cosas. Tenía que bajar esa escalera oscura, los escalones de madera chillaban  y su corazón era un tambor que casi se detuvo del susto. El reloj dio las nueve campanadas y sonaron en el silencio, como para que muriese de miedo. En el patio de abajo, la monja consejera recorría los pasillos con el candil, para ver si todo estaba tranquilo o alguna tuviera una vela encendida, pues sabían tener novelas escondidas, o poemas de amor; semejante sacrilegio era eso para la monja. No quería imaginar si la hubiesen pescado en esta, muerta estaría la niña sin más remedio. Díos la castigaría por siempre.
Ya no tenía miedo por ella, “¡Qué nada le suceda a él Díos mío, que me arrancaré las entrañas yo misma!”. Esperó en la oscuridad hasta que todo volviera al silencio.
Todavía tenía que llegar hasta donde estaban las llaves, colgaban de un gancho, al costado de la puerta; eso si la monja no olvidó dejarlas, siempre lleva otra en el cordón de su cintura.
Sólo había una ventana sin rejas que estaba como a dos metros de altura, pero se juró que saltaría si no estaba la llave, tenía que buscar la más larga.
¡Sí Díos!, cuando abrió la puerta, la noche golpeó su rostro, una luna blanca fue testigo. Dejó las llaves en el cajón del correo, temblaba como una hoja que desprende el otoño... Parecía un sueño del que iba a despertar bruscamente.
Corrió descalza, cruzó el parque hasta la capilla, detrás divisó la sombra de Don Moraga, montado en el caballo. La levantó por la cintura, blanca, frágil y virgen; cualidades de la niña que lo seguiría hasta la muerte.
Cabalgaron esa noche y todo el otro día, llegaron a un pueblito al anochecer; fueron a una posada donde la discreción era palabra santa. Estaban exhaustos, ocuparon un cuarto, la dueña de la posada puso una tina con agua tibia. “Para que se bañe la señora” dijo. La cara de ella era roja, con pudor, vergüenza.
Él la desvistió despacio, lentamente. Un vestido azul lleno de botones, los encajes de las enaguas, las botas, las medias de seda.
La tomó en sus brazos, la metió en la tina, le lavó el pelo que caía sobre sus hombros desnudos; la besó desde la frente hasta la punta de los pies, la envolvió en las sábanas blancas y la puso sobre la cama. Lentamente fue sacándose la camisa, su torso desnudo parecía esculpido en mármol, se sacó los pantalones y caía el agua sobre él, como el agua bendita. ¡Es que nunca había visto un hombre desnudo, ni tan bello!. La acarició tan suave, besó sus pechos blancos y lentamente estuvo dentro de ella y en un juego de amor y desesperada pasión recorrió sus entrañas de fuego. Él  dentro de ella y ella acunando en su vientre a ese hombre que amó hasta la locura.
Don Moraga  se quedó dormido y ella pensaba, “¡Señor! La cara de la monja al no encontrarme esta mañana, le habrá comunicado a la familia, terrible tragedia. ¡Oh Díos!”.
Al día siguiente amaneció en sus brazos. “¡Díos no nos quites esta dicha!”.
Tenían que salir en un carruaje hasta el puerto, no estaban lejos, allí los esperaba un señor de barba blanca, solo habló con Don Moraga, le dio los documentos y los pasajes del barco. Salió a la madrugada,  rumbo a Brasil; en el pueblo le había comprado ropas y algunas chucherías, ahí estaban dos enormes baúles de Don Moraga. Los embarcó rápidamente, la gente alborotada en el puerto, muchos emigraban. Los meses de travesía transcurrieron tranquilos. Cuando el barco se alejaba, cedía el miedo y era feliz. Quizá no estuviera bien lo que hicieron pero nunca se arrepintieron.
Llegaron a Puerto Alegre, allí se instalaron. Ella llegó embarazada de su primer hijo, se casaron en Brasil. En 1900 tuvieron una hija Antonia, mi abuela, que en 1915 se recibió de profesora de violín y Don Moraga la acompañó a Buenos Aires, pues daban un concierto en un teatro, pertenecía al Conservatorio Juvenil. Ella estaba enamorada en Brasil, de un chico, pero el padre no quería esa relación, estaban hospedados en un hermoso hotel junto con los demás concertistas. Al lado del hotel se guardaban los coches a caballos y por supuesto estaban los que manejaban los coches. La abuela por la ventana vio a un mozo que era muy feo y pobre, se enamoró de él y él de ella. ¡Tal fue el capricho!. El padre se la llevó a Brasil, pero volvió al año a dar otro concierto y el destino quiso, se casó con él, Don Costa. ¡Con el disgusto de Don Moraga!
De ese matrimonio nacieron seis hijos, cinco mujeres y un varón, una era mi madre, nació el 19 de julio de 1926, Antonia también. Sabía contarnos que Don Moraga conservaba la vestimenta de Cura en un baúl y a ellas les encantaba escuchar la historia, ya que el abuelo Moraga, solía venir 
a pasar largos meses del año junto a ellos, y recordaban aquellos momentos como los más felices vividos. Solían recorrer los parques de atrás del Cementerio de Flores, les compraba golosinas, era sumamente cariñoso con sus nietos.
Yo les digo que es verdad la historia, que casamiento de cura y monja trae mal de amores para otras generaciones, amores contrariados, muchas tristezas. Pero esa es otra historia, aunque ellos fueron felices para siempre.


AZUL
ALICIA M. MORENO
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